Un abrir y cerrar de ojos

 

 

Capítulo 1

 

Según dicen, fui un niño muy inquieto, quizá porque demandaba cosas que no recibía, quizá por mi carácter o por ambas cosas, lo cual tendría sentido cuando ahora veo a mi hijo de dos años crecer. No guardo grandes recuerdos de entonces, es cierto; algún hurto «inconsciente», lo que subrayo porque desconocía el significado de robar. También «fugarme» un día del colegio a los siete años. A primera hora de una fría mañana, al bajar del autobús, convencí a un compañero para que se escapara conmigo. Pasamos de largo la puerta y nos escondimos detrás de unos matorrales. Fue cuestión de segundos. Corrimos campo a través hacia el pueblo, que estaba a tres kilómetros. Me sentí libre, pletórico, era capaz de desafiar al mundo. En el gran descampado, donde años después levantaron la casa consistorial, encontramos un campamento de gitanos que viajaban con carretas y mulas. Nos quedamos jugando con otros niños y sus perros. Recuerdo una hoguera, un acordeón, mulas, caballos y una abuela cosiendo que no nos quitaba ojo. También una traición; cuando mi madre nos vio lanzando canicas en la puerta de nuestra casa a mediodía, tuve que confesar, pero culpé a mi compañero, dije que me había convencido él. Lo siento, Maco, no tuve el valor de reconocerlo, a partir de entonces tuve prohibido llamarte. Según ellos, eras una mala influencia. Estaba avergonzado. A pesar de haber salvado el pellejo, sentía que aquello no estaba bien. Así que un día fui a su casa, llamé al timbre y le pedí disculpas. Estaba enfadado, me miró serio, asintiendo con la cabeza. No tenía nada que decir, desapareció tras la puerta gris de hierro y cristal, silencioso y decepcionado.

Recuerdo haber ganado un concurso de dibujo y pintura cuyo tema era la Navidad a los nueve años. Hice la típica estampa con estrella en el cielo y camellos surcando el horizonte sobre montañas, cuyas líneas parecían jorobas de dromedario, con sus respectivos reyes dirigiéndose hacia un humilde establo de madera y paja. El premio me desilusionó bastante: ¡una caja de rotuladores! En realidad, quería ser famoso y no ir más al colegio para poder desarrollar mi verdadera vocación. Sabía que podía ganar porque, mientras dibujábamos, algunos compañeros se acercaban a ver mi trabajo y a comentar lo que les gustaba, incluso la profesora lo hizo. Hacer aquella estampa navideña fue una revelación. Tenía la sensación de que todo fluía sin obstáculos, un esfuerzo gratificante y controlado. Así es como debían ser las cosas. No volví a dibujar ni a pintar hasta por lo menos nueve o diez años después. Con una excepción: en séptimo curso de EGB (1º de ESO), dibujaba cabezas de monstruos con nariz de patata y orejas como alas de murciélago cuando me aburría en clase.

Sobre mi educación artística poco puedo decir, excepto que siempre fue una vivencia personal, íntima. Desde muy pequeño sentí fascinación por el color. Recuerdo quedar ensimismado mirando las vidrieras en las iglesias del pueblo. También admiraba las combinaciones de los equipos de fútbol en las estampas y álbumes que coleccionaba, sobre todo los de las selecciones nacionales cuando había mundiales.

Lo que soy capaz de rememorar con mayor claridad es, sobre todo, los accidentes. Una vez, a los dos años, jugando con un coche, metí la mitad de mi cuerpo en el horno y una olla con caldo hirviendo se volcó por el movimiento, quemándome el brazo y la pantorrilla izquierdos. Era uno de esos hornos antiguos en cuya parte superior estaban los fogones, todo en una pieza. Aún conservo las marcas. Otro desafortunado incidente fue cuando tuvieron que coser mi pierna sin anestesia por la gravedad del corte que me hizo una carretilla llena de ladrillos al volcarse mientras jugaba en el sótano de un edificio en obras. Recuerdo caminar por la calle cerrando la herida con las dos manos. Afortunadamente, el centro de salud estaba muy cerca de casa. Sujeto por dos enfermeras en la camilla, me retorcía de dolor. Fue una afrenta para mi madre cuando le dije «hijo de puta» al médico que suturaba. Luego estaban las aventuras, algunas crueles y otras simpáticas. De los diez a los dieciséis años pasaba los veranos con mi familia en una casa de campo, cerca de nuestro pueblo. Allí formamos la típica pandilla. Al principio jugábamos al fútbol, así nos conocimos. Salíamos temprano por la mañana y parábamos solo a la hora de comer. Hacíamos cabañas, batallas de piedras, carreras de bicis y entrábamos en casas abandonadas. Entonces había muchas dispersas por los campos. A los doce años, nuestra concepción de la propiedad privada era algo confusa, así que no teníamos reparo en entrar allá donde la curiosidad pusiera su punto de mira. Muchos dirán que por ahí se empieza. No tiene por qué, aunque haya quien se aproveche de la inocencia para ir un poco más lejos. Supongo que supe parar a tiempo, por la edad y el tipo de acciones que algunos recién llegados a la pandilla estaban planeando. Aunque eso fue al final, cuando íbamos a dejar la casa para siempre.

Recuerdo con claridad la historia del caballo, la historia de la casona y la de los candados. En una zona elevada, lejos de la urbanización, había una casa deshabitada, con una parte en ruinas a la que nunca nos acercábamos. De vez en cuando, la visitaba un hombre mayor que subía despacio por el camino polvoriento en una Mobylette. Llevaba un sombrero negro y en mi familia le llamaban el Tío Burrucho. Un día, después de inspeccionar la zona, asomados a una de sus ventanas, vimos un caballo blanco. Emocionados, buscamos algún sitio por el que poder entrar, pero era imposible, pues había rejas y la puerta estaba bloqueada desde el interior. Por lo que sabíamos, el caballo nunca salía de allí, así que ideamos una forma de colarnos y abrir el establo para soltarlo, rompiendo la pared de adobe bajo una ventana con piedras y ramas, lo primero que encontramos a mano. Cuando anocheció, llevábamos ya un buen boquete. Decidimos parar y volver al día siguiente con herramientas. Por la mañana temprano subimos con dos martillos y un destornillador. Picamos hasta conseguir entrar a la cuadra y abrir las grandes puertas de madera. Todo sucedió muy rápido. El caballo, al ver la luz, salió al galope. Asustados y gritando, nos dispersamos; alguien se escondió detrás de unas piedras amontonadas, otro se subió a una tapia, otro a un árbol, yo corrí sin saber qué hacer. Miré hacia atrás y vi su hocico cerca de mi espalda. Decidí echarme al suelo con las manos en la cabeza. Saltó, rodeó el establo y fue directo a unos eucaliptos cercanos. Se quedó allí tranquilo, mordisqueando hojas. Entonces salimos con las bicis cuesta abajo, excitados y orgullosos de haberlo dejado en libertad. Esa tarde quedamos para jugar al fútbol, pero la escena del caballo corriendo por el campo nos perseguía. ¿Qué habría sido de él? ¿Fue buena idea soltarlo? Lo mejor sería dejar pasar algo de tiempo antes de ir a echar un vistazo. Después de una semana, por fin nos atrevimos. Pedaleamos por aquel camino pedregoso, despacio, algo asustados ante la posibilidad de encontrarnos con el Tío Burrucho. Al llegar todo estaba tranquilo. Alguien había cerrado con ladrillos el agujero de la pared, y el caballo comía paja en su establo.

—Vaya, después de todo sí hay quien se preocupa por él — dijo alguien.

—Hombre, claro, si no estaría muerto de hambre.

Entonces oímos un motor que se aproximaba. En el camino, nuestro vigilante pedaleaba hacia la casa gritando «¡el Tío Burrucho!». Agarramos las bicis y, en lugar de escapar campo a través, seguimos el camino principal, lleno de desniveles y grietas, cuesta arriba. En un kilómetro más o menos, el ciclomotor nos alcanzó. El hombre se quitó el sombrero, escupió cerca de la rueda delantera y preguntó qué hacíamos allí. Después nos acusó de ser culpables del delito de allanamiento de morada. Al principio lo negamos, pero cuando miró las suelas de nuestros zapatos, supimos que no había escapatoria. En realidad, fue amable, dentro de la gravedad de sus palabras. Dijo que el caballo y la cuadra pertenecían a alguien que vivía en Madrid. Que él solo se aseguraba de que no le faltara comida ni agua al animal. Nos amenazó, pero sus palabras no sonaron terribles. Iría a decírselo a nuestros padres si volvía a vernos por allí. Llevamos un escarmiento, esperábamos una reprimenda y algún tirón de orejas. Al final, su apodo no estaba a la altura del hombre que acababa cogernos casi con las manos en la masa. No era unburrucho, desde luego. Comprendí que mi familia le llamaba así para asustarnos y evitar que nos alejáramos cuando jugábamos solos. El Tío Burrucho era una amenaza, algo a lo que temer, la excusa perfecta para mantenernos controlados.

Nuestra urbanización se llamaba Los Conejos. Allí, en un promontorio, asomando sobre el resto de construcciones, destacaba una gran casa con un tejado a dos aguas de color negro. Por entonces, en Murcia no se veían tejados así. La llamábamos «la casona». Era de construcción reciente, hecha con bloques de hormigón sin enlucir, de dos plantas. Los dueños tendrían la intención de construir una mansión, por la cantidad de habitaciones que había. En los huecos de las ventanas, las rejas estaban sin pintar. Dentro, el suelo era de cemento, y la escalera de ladrillo sin enlucir; no tenía barandilla. Corrían muchas leyendas sobre aquel lugar, los típicos comentarios para crear misterio alrededor de algo desconocido, diferente al resto. Decían que sucedían cosas extrañas, luces por la noche, gritos, sonidos raros. Decidimos ir a ver con nuestros propios ojos si aquellos rumores eran ciertos. Una tarde merodeamos hasta estar seguros de que no había ningún coche cerca ni luces dentro. Después de un rato, nos colamos por una pequeña ventana de la planta superior. Había que trepar por una tubería, pero al final pudimos entrar todos. Llevábamos linternas, destornilladores y un martillo. Recorrimos las dos plantas y el oscuro sótano, expectantes y sorprendidos. No había muebles ni nada de interés, excepto un montón de bolsas llenas de trozos de cuero. Eran retales de muchos colores y tamaños, metidos en grandes sacos transparentes. Rompimos algunos y cogimos unas muestras. Por lo demás, nada extraño, era una casa como cualquier otra. Cajas de cartón con revistas, material de construcción, cajas de plástico para recoger fruta. Pasamos un par de tardes dentro, contando historias de miedo, esperando que se hiciera de noche, pero no sucedió nada. Después volvimos alguna vez más, empezábamos a sentirnos seguros en aquel lugar, aunque nunca confiados del todo. Éramos capaces de hacer lo que nos propusiéramos, de superar las dificultades, de mantenernos unidos y correr peligrosas aventuras, en las que improvisábamos, por supuesto, pero en las cuales nos sentíamos libres y pletóricos. Dentro de la casa no había nada que hacer, excepto jugar con el cuero, pero al lado había una especie de garaje con ventanas pequeñas y una puerta metálica que nos llamó la atención. Rompimos un cristal y nos colamos a un sótano estrecho. Encendimos las linternas. Era una bodega oscura y húmeda, donde había grandes toneles de vino. No sé cómo sucedió, todo pasó muy deprisa, pero alguien quitó los tapones y el vino comenzó a derramarse, inundándolo todo. Tuvimos que salir corriendo, apestaba a alcohol, la pequeña planta rectangular se estaba inundando. Ese día me enfadé con quien había tenido la genial idea de vaciar los toneles. La pandilla estaba un poco dividida, empezábamos a tener diferencias porque habían llegado chicos de otro grupo y ya no era como antes. Con esta última fechoría, nos pasamos de la raya. No tenía sentido desperdiciar todo aquel vino, podríamos haber cogido un poco y mantenerlo en secreto. Pero destruir algo valioso por diversión era algo con lo que no contaba. De hecho, nunca volví a pisar aquel lugar y mi enfrentamiento con el responsable se hizo patente. No solo por eso, otros motivos evidenciaban nuestras diferencias. Solía imponer su criterio cuando estábamos acostumbrados a buscar el consenso para cualquier cosa. Una tarde, antes de anochecer, salí a dar un paseo en bicicleta. En la hondonada, que era el paso de la carretera principal por el fondo de un barranco, apareció un boxer amenazante que comenzó a perseguirme. Pedaleé llevado por el pánico, con su boca en los tobillos. La casa más cercana era la del chico en cuestión. Al llegar, tiré la bici y salté su tapia. Entonces, el hermano mayor de mi amigo, que era karateka, su padre y él mismo, salieron envalentonados y directos a la perrera para soltar a Brutus, su perro guardián, famoso por tener malas pulgas. Abrieron las puertas y ambos perros se enzarzaron en una pelea polvorienta. Aunque no se veía con claridad, Brutus dio un escarmiento al pobre boxer, que tuvo que salir por patas. La familia estaba orgullosa y emocionada de ver a su perro defendiendo con uñas y dientes a los suyos. El can vencido acabó vagabundeando por la urbanización, hecho un saco de huesos al final del verano.

La historia de la casona no terminó bien. Un día volvieron varios de la pandilla y los dueños estaban esperando. Tuvieron que pedalear fuerte entre los campos de almendros delante de un todoterreno. Según nos contaron, llevaban escopetas e hicieron varios disparos. Supongo que sería al aire para asustarlos. A mí me han disparado una vez cartuchos de sal. Falló el hombre, pero a un amigo sí que le dio en el hombro. Teníamos diez años y estábamos cogiendo albaricoques en un huerto del pueblo, que hoy es un gran jardín muy céntrico.

A veces, de pequeño encuentras lo que buscas porque pones todo tu empeño, y sabes moverte en el mundo de los adultos sin llamar la atención. Parece que nadie juzga tus ocurrencias ni tus caprichos, y puedes dedicarte a ellos casi sin obstáculos. A los once años, comencé a coleccionar llaves. Creo que ahora no podría conseguir tal cantidad de ellas por mucho que lo intentase. Llené una caja de zapatos con llaves de todas las clases y tamaños. Antiguas llaves de viejas cerraduras, llaves de puertas de seguridad, de candados, de cajas fuertes, pequeñas, de colores, series numeradas de llaves. Preparé un llavero y salía de casa cada día con un manojo diferente. Intentaba abrir todas las cerraduras y candados que encontraba, hasta que empezaron a suceder algunas casualidades. Varias de ellas abrían más de un candado. Nunca sabré el motivo, imagino que serían defectos de fabricación o que por azar habían llegado a mis manos algunas llaves maestras. Se lo conté a la pandilla y nos divertimos mucho abriendo cerraduras por las calles. Hasta que un día, como se suele decir, se nos fue la pinza y comenzamos a intercambiar candados por toda la urbanización en puertas de garaje, casas, contadores de agua y luz y puntos de registro de cableado público. Cogíamos uno de aquí y lo poníamos allá, sin miramientos. Al día siguiente, por la mañana temprano, oímos sirenas de policía. Enseguida supe a qué se debía tanto alboroto, y evité salir de casa. Fui a mi habitación y cogí las llaves para esconderlas en un lugar más seguro. Por supuesto, no le conté nada a nadie. Mi padre trajo la noticia a mediodía. Los vecinos habían denunciado la manipulación en los candados de sus casas y estaban asustados. Durante un par de días, me dediqué a grabar cintas con un radiocasete de dos pletinas, intentando no pensar en el tema. Solía hacer mixes con canciones de la radio, como un auténtico DJ. Grababa voces, sintonías, el ruido del dial al buscar emisoras y extractos de canciones. A veces lograba pillar algún programa del norte de África, voces lejanas, algo distorsionadas, y las grababa e incluía en mis mezclas. Estaba naciendo el ethno techno y no lo sabía. Con todo ello, montaba sesiones de treinta o cuarenta y cinco minutos. Era mi banda sonora del verano, al estilo de unas mixtapes que triunfaban en la época llamadas Max Mix. Un día, ansioso por escuchar el último lanzamiento y ante la negativa de mis padres a comprarlo, pedí dinero en la calle. Iba diciendo que lo necesitaba para el autobús a Murcia. Fue fácil conseguir las quinientas pesetas; esa mañana, los vecinos de Molina debían sentirse generosos. Era la música que daban por la radio, éxitos de los 80. Flipaba con los scratches. Acostado en la cama a oscuras, me dejaba llevar por los sintetizadores, pensando en las compañeras del colegio que me hacían tilín. Siempre fui melómano. El primer grupo que recuerdo, Electric Light Orchestra, lo escuchaba mi hermana. Y la primera cinta que llegó a mis manos fue de los Beatles, regalo de un primo mayor, Fidel, quien murió antes de los treinta enfermo de leucemia.

Cuando el tema de los candados pareció apaciguarse, salí de casa. Por suerte, no nos relacionaron con aquella historia. No había cámaras de seguridad en aquella época ni nadie nos había visto. Volvimos a quedar, serios y asustados. Nos pesaba la gravedad de lo ocurrido. Qué cabrones habíamos sido. Prometimos parar de pifiarla por el momento y jugar al fútbol. Después de meditarlo bien, llegué a la conclusión de que no necesitaba todas esas llaves y las tiré a la basura. Alguien me las pidió, pero elegí deshacerme de ellas. Entonces empecé a coleccionar chapas de botella.

De aquellos años guardo también sensaciones, como el roce en la piel del cuello vuelto que nos ponía nuestra madre, los calzoncillos escociendo las ingles, la nariz mocosa, los labios cortados, las manos rojas de frío agarrando los puños de la bicicleta. El mundo era grande, enorme, pero a veces podía ser un pañuelo. Recuerdo que quería ser botánico. Salía al campo con una libreta y dibujaba las plantas. Después sentí interés por los bichos, y cuando me cansé de buscar nuevas especies sin suerte, me aficioné a desmontar aparatos pieza a pieza. Convertido en una especie de cirujano mecánico, abría cualquier cosa, radios, batidoras, televisiones y juguetes. Necesitaba destripar los electrodomésticos para desvelar sus secretos. Por lo general eran máquinas rotas y nunca volvía a montarlas, como hacían otros niños que luego fueron ingenieros. Los guardaba después de intentar venderlos en el jardín de casa, dispuestos ordenadamente sobre una mesa roja de playa, hasta que mi madre me obligaba a tirarlos.

 

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Paraíso en obras

Primera edición: mayo 2018

ISBN: 9788417447403
ISBN eBook: 9788417447991

 

 

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