Sonrisa giratoria

 

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En el Gran Libro de los Recuerdos
hay páginas arrancadas, frases subrayadas,
anécdotas que siempre salen a relucir.
Como aquella paella llena de hormigas;
insistí, pero no hicieron caso.
“Lo que no mata engorda”,
decían mis tíos comiendo himenópteros.

Aún me sorprenden ciertos hechos,
de nada sirve mantenerlos en salmuera,
recuerdos encurtidos, cerrados al vacío,
tijeras cayendo sobre las azoteas.
Aparentemente intactos,
si los abres se deshacen entre las manos,
de algunos salen mariposas,
de otros larvas ciegas,
o arena, arena de un reloj de arena.

Cuando mi abuela despellejaba un conejo,
tenía que volver la cabeza para no vomitar.
A veces me mordía el lóbulo de la oreja,
su abrazo olía a pan.
Siete días por semana, menos dos.
Los sábados el vendedor de casetes
levantaba su toldo bajo nuestra ventana.
Recuerdo la primera calle peatonal,
ir de punta a punta comiendo pipas,
el cuello vuelto bajo la barbilla,
las ingles escocidas por la ropa interior.

Después, domingos tridimensionales.
Detener el tiempo era cosa de titanes.
Pero ahí estaba el cine, ese otro templo.
Mientras Conan echaba un polvo salvaje
entre pieles y huesos colgantes,
el profesor dormía en el colegio.
Recuerdo el perfume en tu chaqueta de brillantina,
aquel invierno de 1984,
Fredy Krueger enredado en un atrapasueños.

Limón con bicarbonato,
algodones empapados de anís,
la sonrisa giratoria de la peluquera.
Son algunos recuerdos,
los guardo como tesoros sin importancia,
nadie podrá llevarse esas joyas incalculables.

1 comentario en “Sonrisa giratoria”

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