Nuestra calle

 

En la jerarquía de las calles, la mía ocupa un lugar especial. Es joven, solo tiene quince años. Antes era un sendero junto a una acequia. Ahora está asfaltada. Y el agua, la entubaron. A ambos lados los cultivos van rotando. Este invierno por las tardes olía a cilantro y a perejil. Tractores dibujan la tierra levantando polvaredas. Ni calle, ni avenida. Ni alameda, ni bulevar. El carril Pérez se llama así por una familia. El tío Carlos camina apoyado en un andador. Ángel repite las mismas historias cuando pasa por mi puerta. Hago como que me sorprende. Y Manuel, que vende pollos de su corral a los vecinos, solo ve a un palmo de distancia. Aún conduce, sin carnet supongo, un vespino azul de cuarenta años. Por algunas ventanas sale humo de cordero. Mujeres con hijab tienden ropa en la alambrada. Los perros ladran erizados cuando pasas. Los gallos piden socorro al amanecer.

 

A veces al tirar de la cadena me acuerdo del libro Los Papalagi. Y de cuando llevé a mis hijos al pediatra.

–La penicilina, las vacunas y el alcantarillado son los mayores avances de la humanidad –dijo, tajante.

Además de Los Papalagi y del pediatra, cuando tiro de la cadena a veces también recuerdo la canción Mi agüita amarilla. Todos los desagües de mi calle van a una acequia entubada que desemboca en el Azarbe Mayor. Hay plantas depuradoras, pero por el camino se riegan varios huertos.

Mi pueblo ahora es pedanía. Y está tan cerca de la capital, que se llena de jóvenes buscando viviendas económicas. Imagina que coges un jersey y le das la vuelta. Sigue siendo tu jersey, pero lo esencial ha cambiado.

En nuestra casa nació mi mujer. No estamos casados, pero con cuatro hijos no la llamaré mi novia, ni mi chica, ni mi compañera. Es todo eso y mucho más. Cuando su padre nos la vendió no tenía ventanas al norte. Por eso, lo primero que hicimos fue un gran tragaluz por donde ver el Cristo de Monteagudo, una colosal figura situada sobre un cerro en forma de aguja que destaca en la huerta murciana.

–¡Ya está, por fin! –dijo José, el albañil, cuando terminó de abrir el hueco.

–¿Qué pasa? –preguntó su compañero.

–Joder, pues que todo el tiempo parecía que faltaba algo. ¡Estaba agobiado aquí y no sabía por qué hasta que hemos abierto esta ventana!

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