Estaba en Pontevedra con unos clientes y decidí visitar a mis padres. Al llegar, alguien salía del edificio y accedí al portal sin llamar al timbre. Como viven en un segundo, suelo subir por las escaleras. En el rellano oí voces, la ventana del patio estaba abierta. “Nunca les has dado cariño a tus hijos”, decía mi madre en tono de reproche. “¡A los hijos no se les puede dar cariño!”. Hubiese entrado, sin más, para preguntar, “¿por qué no, por qué no, papá?”. Sin embargo di la vuelta y bajé deprisa los peldaños. Siempre tuvieron sus más y sus menos, alguna discusión que otra, pero entonces, por circunstancias que no vienen al caso, la cuerda estaba muy tensa.
No habían pasado ni dos semanas, cierto día, caminaba por la calle cuando oí de nuevo la frase. “A los hijos no se les debe dar cariño” –aconsejaba el vendedor de un quiosco a su cliente. Tuve tanta curiosidad por escuchar la conversación que me detuve a ojear una revista, pero cambiaron de tema en cuanto comencé a remover el expositor.
Tenía veintiséis años. Acababa de terminar Derecho y había conseguido empleo en un pequeño bufete de Orense. Vivía solo. Después de varias relaciones tormentosas decidí tomar un tiempo para mí. Busqué la soledad como algo necesario, ineludible. Y encontré en ella un gran alivio. El tiempo libre lo dedicaba a leer novela negra. Escribía también pequeños relatos, que retocaba e imprimía una y otra vez para enviarlos a concursos. Así comencé a utilizar el pseudónimo de Bizar. Admiraba a Hammett. Sus obras completas fueron un refugio perfecto. Durante la semana era el chico de los recados, aprendiz, encargado de recabar información, localizar testigos, redactar expedientes y digitalizar viejos informes. Los fines de semana leía junto a la ventana de mi pequeño apartamento alquilado.
Tras algunos años de morralla vital, estaba perdido. Paré en seco. Ciertas relaciones me estaban perjudicando. Confundir amistad con salir de fiesta, nadar contracorriente para remontar el río, cuando mantener mi lugar hubiese bastado, todo eso acabó pasando factura. Pero había algo que ya no soportaba, la compañía de otros hombres. ¿Por qué me sentía un cero a la izquierda, por qué me resultaban tan incómodas las bromas “masculinas”? Había un lenguaje establecido, un código, una forma de comportarse, algo que no era capaz de seguir. Y esta incomprensión se tradujo en culpabilidad. Siempre alerta, esquivo, llegué a pensar que era objeto de burla, que aquellos “conocidos” conspiraban contra mí. “No lo captas chaval, pero no te preocupes, tal vez tu sitio no está aquí”. No, no, siempre no, era lo que leía entre líneas.
–¿Prefieres estar en compañía de mujeres, salir con amigas en lugar de salir con amigos? –preguntó Marta sorprendida.
– Sí, lo prefiero, las mujeres no están fanfarroneando todo el tiempo, ni se gastan bromas crueles para ponerse a prueba –respondí.
–¿Es eso lo que hacéis los hombres?
–Sí. No todos, pero la mayoría que conozco.
–¡Pues ni te imaginas nosotras! Las mujeres somos más vengativas, pero no se nota. Nos las tiramos disimuladamente. Sonreímos aunque por dentro pensemos ¡qué cabrona eres! En ese sentido los hombres sois más simples, transparentes. No sé, yo prefiero la compañía masculina.
Con Marta no temía ser malinterpretado, ni juzgado. Pensaba en voz alta, me dejaba llevar, metía la pata, reconocía mi ignorancia en ciertos temas sin sentir que cambiaba en algo nuestra amistad. Lo que siempre originó conflictos con otros chicos, con ella fluía sin la menor importancia. Cuántas veces escuché que los hombres debíamos cuidar nuestra parte femenina, que éramos incapaces de expresar nuestros sentimientos, incluso de hacer dos cosas a la vez, o que, según las estadísticas, en una fiesta de disfraces deseábamos ponernos vestidos y tacones. Así, acepté que mi parte femenina gozaba de buen estado de salud. Podía abrirle el corazón a cualquier amiga sin miedo, dar la vuelta a la tortilla mientras hablaba por teléfono y, ¿por qué no?, comprar una peluca para los próximos carnavales. En definitiva, era como un bicho raro clavado en la pared de un taxidermista. Así, aprendí a cerrar la boca a tiempo. ¿La familia? Bien, gracias. ¿Pero de qué familia hablamos? ¿De mi hermano, que sólo pensaba en su coche y en la fiesta que le esperaba el siguiente fin de semana? ¿De mi padre, que acabó marchándose de casa con una mujer quince años más joven que la suya? ¿De mis primos, preocupados por mantener las apariencias, la carrera perfecta, las notas perfectas, el trabajo perfecto? ¿De mis tíos, casi mudos, insensibles tíos políticos que en más de una ocasión volvieron la cabeza al verme por la calle? Dentro de la inamovible jerarquía familiar nosotros éramos los perdedores.
Palabras, palabras. Algunas quedan grabadas a fuego. Como aquel sábado lleno de circunstancias, digamos especiales, que me llevaron a conocer a Bruno. Quería salir por la noche con Sabater, mi compañero de piso, a celebrar nuestro reencuentro después del verano. Empezaba un prometedor penúltimo año de carrera. Pero esa tarde, cuando abrí la puerta, lo encontré tirado en el sofá, vestido con el chándal que usaba de pijama y la bufanda del Borussia Dortmund que compró en un rastro cuando fue Erasmus en Alemania. Podía escuchar los latidos de mi corazón después de arrastrar la pesada maleta hasta el quinto piso sin ascensor. Giró la cabeza y con voz áspera dijo que tenía fiebre. Tosió un par de veces antes de incorporarse para explicar que había quedado con Maxi, un viejo amigo, a las ocho en Coia.
Maxi era un tipo oscuro, y no sólo por la ropa que llevaba, también por su forma de pensar. Decía que en este “mundo de mierda” era egoísta tener hijos, que llegado el caso, “se quitaría de en medio” antes de convertirse en un viejo inválido. Su lema: disfrutar al máximo, vivir experiencias límite, eso sí, de viernes a domingo, después de una dura semana trabajando como carnicero a turno partido en un centro comercial. Creía que participar en orgías, probar todo tipo de drogas sin control y descargar adrenalina en conciertos de hard metal, era ir contracorriente, atentar contra las buenas costumbres de una sociedad decadente y autoritaria. Creo que abrir cerdos en canal y destripar conejos ocho horas al día le causaba algún tipo de desorden. No compartía sus gustos, pero sonreía de manera acrítica cuando hablábamos de esa supuesta libertad para transgredir. A veces me sentía como esos peces que acompañan a los tiburones para comer sus despojos. Llegó puntual. Sobre su cazadora estilo perfecto cerrada hasta el cuello caía una melena sucia y despeinada.
–Al fin viernes –dijo sacando un cigarro.
–Es algo temprano.
–Sí, no sé, la verdad es que es temprano, sí –dijo dando al cigarro una calada profunda.
–Bueno, seguro que encontramos algo.
Por entonces, para salir de la rutina, teníamos una especie de juego. Consistía en visitar todo tipo de ambientes nocturnos. Un fin de semana el local más chic, otro el antro más zarrapastroso. Discotecas latinas, tabernas de quinceañeros, pubs de cuarentones, un local de intercambio de parejas. Abrir la segunda puerta y entrar a otra dimensión, era el requisito indispensable, el subidón de adrenalina, lanzar los dados en una partida que estás a punto de ganar. De lo contrario se cancelaba. A la inversa, salir a la calle después de mucho tiempo inmersos, también parecía el salto a una realidad paralela. Aquella noche decidimos ir al Cuervo, un antro heavy metal. La oscuridad, la decoración, la música de ACDC sincronizada en tres grandes pantallas y algunos clientes moviendo sus melenas como Angus Young, todo nos sedujo de inmediato.
Lo único que teníamos en cuenta antes de entrar a un local era la manera de vestir. No fue el caso esa noche improvisada. Pero con vaqueros y sudadera pasamos desapercibidos. Pese a todo tuve la impresión de ser un turista. Pensé que muchos parroquianos serían asiduos del Cuervo. Parecían una familia, cada cual con su sitio en la mesa a la hora de comer, o en el sofá para ver su serie preferida. El serpentín tiraba cañas sin descanso. Era temprano para nuestro juego. Nadie bailaba. Dudamos, en medio de la sala, mirando un par de videos antes de sentarnos. Ver sin ser vistos, una reacción instintiva de supervivencia. Charlamos con dificultad, porque el Cuervo no es un lugar para hablar sino para dejarse llevar. Y eso fue lo que hicimos cuando las dos chicas que no paraban de mirarnos vinieron sonrientes a nuestra mesa. Dejaron sus vasos casi vacíos encima y se presentaron. Fue muy rápido. Hicieron su elección. La más gordita se acercó a mí. Le eché diecinueve. Enseguida me agarró por la cintura y susurró “Vamos a Geminix”. Su aliento cálido quemó mi oído. De escupir habría echado fuego por la boca. Salí del bar mareado. ¿Se llamaba Ada? Eso entendí. Pero después dijo Marga. Caminamos agarrados varios metros por delante del resto. Geminix acababa de abrir. Ada, o Marga, saludó al camarero. Atravesamos la pista de baile vacía y bajamos unas escaleras. Conocía el local porque allí jugamos una de nuestras partidas. Antes del cuarto oscuro estaban los aseos. Pasé de largo, pero ella abrió la puerta de chicos. Acababan de limpiar, apestaba a lejía. Aún así empezamos a mordernos. Cuando le bajé los pantalones me alegró que no estuviese fofa. Tenía el culo duro. Nos magreamos un buen rato.
–¿Llevas condón? –preguntó.
–No, lo siento.
–¡Joder, qué mierda! Entonces la próxima vez –dijo sonriendo.
Terminamos con las manos al mismo tiempo, a oscuras, succionándonos el cuello como vampiros. Alguien intentó abrir la puerta. “¡Ocupado!”, gritó ella.
Salimos de aquel lugar sofocante. El cuarto oscuro olía a ambientador de vainilla. Al fondo vimos la brasa de un cigarro. “Nos vamos”, dijo Ada a la amalgama de sombras indefinibles. Nadie respondió.
De camino a su casa Ada cogió mi mano. Me sentí extraño. Un rollo era un rollo, no había por qué darse la mano. Con la excusa de cruzar la calle giré bruscamente y pasé entre dos coches aparcados. Sentí lástima por ella, y por mí, lo cual era aún peor. Quizá deba saltar algunos detalles de esa noche y situarme en la ruinosa cocina donde tomaba café al amanecer, mirando un dormido patio interior a través de la ventana, cuando oí la puerta del piso de Ada y una luz se encendió durante breves segundos. Alguien apareció por el pasillo. Sostenía unas zapatillas tipo All Star y caminaba descalzo.
–¡Buenos días! ¿Tú debes ser…?
–Bruno –continuó él.
–¿Qué tal? Soy Lázaro –dije levantándome para saludar.
–Encantado –asintió con la cabeza.
Abrió el frigo y se preparó un sándwich de crema de cacao antes de desaparecer sin despedirse.
Las semanas siguientes fueron un desastre. Por la astenia primaveral, porque Ada me declaró su amor y yo no podía corresponderla, porque dudé de todos y de mí mismo. Dejé de lado a mis amigos, atraído por la pareja de estudiantes que acababa de conocer. Poco a poco mis visitas se hicieron más frecuentes. Al principio solo para dormir. Después casi se podía decir que vivía con ellos. Era una especie de pacto. Una relación sin compromiso. Sexo y espaguetis. A veces simplemente nos quedábamos en el sofá viendo la tele. Empecé a aficionarme al cine de Hollywood. Necesitaba programación mental adictiva que me mantuviese pegado a la pantalla sin pestañear. Matrix, Gattaca, Minority Report. Películas que te hacen sentir que vives en el siglo XVII. El cine oriental sobre la Yakuza o la Tríada también me gustaba. Con héroes ambiguos. Dicen que los héroes orientales son así porque consumen mucha soja. La soja los vuelve locos. Demasiadas isoflavonas. Pero sus cuerpos deben estar acostumbrados. No creo que por la soja corten dedos y gargantas a la primera de cambio. O que apenas tengan barba. Los vikingos no tomaban isoflavonas y también rajaban a sus vecinos. Pero tenían más barba. Los vikingos saben cómo calmar la ira de los dioses. Los orientales sin embargo los cabrean cada vez más. A medida que avanza la película, todo va a peor. No sabes con qué te van a sorprender. Crees haberlo visto todo, pero entonces descubres una forma aún más cruel de matar. Son simpáticos. Lo hacen por honor. El honor es algo del pasado, al menos en España. Los jóvenes no entendemos algo tan abstracto, de libros de caballerías, una cuestión filosófica. No va con nuestra educación. Lo que nos motiva es cruzar la línea roja. Ver qué hay al otro lado del espejo. Todo es parodia. El deshonor es heroico. Un cambio de paradigma, no hay que darle demasiadas vueltas. Cada época tiene sus circunstancias. Ahora estamos dormidos. Tenemos muchas distracciones. En eso coincidíamos Ada, o Marga, y yo. Por eso veíamos películas de Hollywood. Por eso nos entregábamos a la contradicción de dormir juntos y tener sexo sin amarnos. Me refiero al amor romántico. El roce hace el cariño, dicen. Pero el cariño no es suficiente para mantener una pareja. Ella siempre estaba alerta. Sabía que lo nuestro no duraría mucho. Como decía, me daba pena. ¡Conformarse con tan poco!
Bruno era un chico taciturno. Llevaba un parche en el ojo derecho. Le pregunté a Marga si sabía el motivo.
– ¿Qué le ha pasado a Bruno, por qué lleva un parche?
– Se le ha congelado un ojo.
– ¿Qué dices? ¿Cómo se puede congelar un ojo?
– Es una forma de hablar. ¡Causa das bruxas! Cuando no quieres ver algo, tus ojos se vuelven hielo -dijo Ada en tono enigmático.
– Creía que era al revés. Que eso pasaba cuando ves algo que no debes ver. Como el mito de Medusa -dije.
– Medusa convertía en piedra a quienes la miraban. Esto es diferente. Los ojos arden cuando miran sin ver. Los ojos se congelan cuando te niegas a ver.
– ¿Y qué es lo que Bruno no quiere ver?
Bruno entraba y salía sin hacer ruido. Ni hola ni adiós. Nos dijo que lo disculpáramos. Para Marga él era la persona menos convencional del mundo. Prefería moverse sin ser visto. No dar explicaciones. Bruno tendría unos veinticuatro años. Aunque aparentaba dieciocho. Casi imberbe, con el pelo rapado, flaco, mediana estatura. Un chico entre miles de chicos. Me gustaba cómo vestía. Un estilo elegante y desenfadado. No todo el mundo sabe vestir así. En algunos ambientes debes serlo, o al menos parecerlo. Desenfadado, en moda, es sinónimo de informal. Entonces, ¿guardar las formas te hace parecer enfadado? Pero, ¿no son más bien los demás quienes se enfadan?, si nos vestimos para tener una imagen, para ser vistos por otros de determinada manera. Nadie puede vestir elegante y formal a no ser que vaya a una boda. O a un despacho de abogados. Haría enfadar a la gente por la calle. Pero existe la combinación perfecta. Añadir a tu formalidad un toque de desenfado. Por ejemplo, Bruno usaba chinos una talla más grande que la suya, zapatillas deportivas, camisetas blancas y camisas con tres botones desabrochados. Uno abajo y dos arriba. Las deportivas, las camisas por fuera y los botones desabrochados son la clave del desenfado. También las gorras. Todo ello te hace parecer un tipo feliz que no tiene problemas o que si los tiene los afronta con naturalidad. Pero las apariencias engañan. El hábito no hace al monje. Bruno vestía desenfadado y tenía problemas emocionales. Era homosexual y nadie lo sabía, excepto Ada. Trabajaba como teleoperador para una compañía telefónica. Un trabajo duro en el que no era feliz. Por eso pensé que su depresión tenía que ver con una disciplina laboral inhumana, cruel, despiadada. Eso deduje después de hablar con él varias veces. Si llegaba a casa y yo estaba solo, le gustaba sentarse a fumar un pitillo y hablar de su empresa. Bruno era introvertido, aunque en la intimidad hablaba bastante y solía gastar bromas. También sabía escuchar. Pero nunca hablaba ni de su vida ni de sus sentimientos. Sabías que estaba agobiado en el trabajo pero nada, absolutamente nada de Carlos, su novio, con el que llevaba cerca de tres meses. Tampoco hablaba de su ceguera. Según Marga, un día notó una mancha blanca y gelatinosa que con el tiempo le cubrió la cornea. Glaucoma agudo. Cuando fue al oftalmólogo era demasiado tarde. Esa fue la explicación científica. Ceguera por glaucoma. Mala suerte. Malos genes. Punto. Un glaucoma no sale porque te niegues a ver la realidad. Se produce por el aumento de la tensión ocular. Pero Ada prefería decir que Bruno no aceptaba su homosexualidad y que sus ojos se estaban congelando. ¡Cousa das bruxas!
Una mañana entré a husmear en el cuarto de Bruno. Marga dormía. Eran las seis y media. Preparaba una cafetera cuando oí la puerta de casa. Alguien se marchaba. Bruno, pensé. Crucé el pasillo y golpeé la puerta de su habitación. Después fui al baño a echar un vistazo. Entonces algo me llamó la atención. Un perfume suave y desenfadado. Venía de la entrada. La cafetera empezó a lanzar burbujas. Llené una taza y volví al pasillo. Llamé de nuevo a Bruno. Entonces intenté abrir su puerta. Tuve que empujar con fuerza porque algo en el suelo impedía que se deslizara. Abrí un hueco y me colé. Era la hebilla de un cinturón, enredada en unos calzoncillos de color rojo. El perfume salía de allí. Era nuevo para mí, como la hebilla dorada Louis Vuitton del cinturón. Pensé en Carlos. Me vino a la mente la imagen de un hombre amaderado, con notas herbales, tranquilo y extrovertido, moreno, de acordes orientales, tal vez por alguna flor exótica. La habitación estaba hecha un desastre. Había una televisión fijada a la pared y una colección de películas en DVD a la vista sobre una estantería. Era cine clásico, en blanco y negro. La ropa de cama se amontonaba encima del colchón. No quise tocar nada. Tropecé y se me cayó el café.
– Mierda, joder, me cago en la puta –dije.
– ¿Javier? ¿Qué pasa? –dijo Marga medio dormida.
– Es que oí ruidos, me levanté y al ver la puerta de Bruno abierta he entrado al cuarto por curiosidad. Y he tropezado. Se me ha caído el café encima de la cama.
– Bueno, tranquilo, no te preocupes –dijo Marga mientras movía las sábanas –Esto se lava y aquí no ha pasado nada.
Marga no hizo preguntas. Yo le eché la culpa al perfume amaderado. Ella se vistió, terminó la cafetera y se marchó. Marga trabajaba en una tienda de ropa. De esas tiendas que tienen música disco todo el día. Dice que es una estrategia. Quieren hacer pensar a los clientes que están de fiesta. Casi siempre tararea alguna canción cuando vuelve a casa. Lo hace sin darse cuenta. Esa mañana no fui a la universidad. Esperé a que terminase la colada. Cuando la secadora comenzó a pitar y la habitación de Bruno quedó igual de desordenada que al amanecer, respiré tranquilo. Mientras, le di vueltas al libro de Derecho Mercantil. Tenía tiempo por delante. Marga le iba a hacer el turno a una compañera y no vendría hasta las diez. Esa tarde fui yo quien puso incienso y música hindú, quien preparó los juguetes para un festín nocturno de carne. Pero Marga llamó y dijo que se iba de copas con unas amigas. No llegaría hasta muy tarde. Después de cenar busqué concursos literarios. Tenía casi terminada mi colección de relatos góticos. Encontré una lista interminable de ellos. ¡Cómo puede haber tantos certámenes literarios!, pensé.
No escuché a Marga llegar. Al amanecer aún flotaba en el ambiente el olor a sándalo.
Era sábado. Ella libraba. Me levanté a escribir. Bruno no había vuelto esa noche. Cerré la puerta de su habitación, intentando que el cinturón de Louis Vuitton y los calzoncillos rojos quedasen enredados tal y como estaban, impidiendo el paso.
Cuando Bruno apareció, después de una semana sin saber dónde se había metido y sin responder al teléfono, lo encontré cambiado. No iba vestido elegante. Solo desenfadado y sin afeitar. En aquellos meses nunca lo vi sin afeitar.
– ¡Me caso! –dijo dando un salto cómico en mitad del salón, como un arlequín.
– Nos tenías preocupados, cabrón –dijo Ada.
– ¡No jodas! –dije yo –¿Cómo que te casas?
– Eso no te lo crees ni tú –dijo Ada en tono burlesco.
– Vale, es verdad, no me caso. Pero os voy a proponer algo emocionante.
– Emocionante ha sido estar una semana sin saber nada de ti. ¿Qué le pasa a tú teléfono? –dijo Ada ofendida.
– Lo siento. Tenía que haber avisado.
– Pues sí, tenías que haber dicho algo, cualquier cosa –dijo Ada.
– Fui a Lugo, con la familia. Bueno, con mi hermana –dijo Bruno.
– Pensamos que estarías con Carlos –dije.
– ¿Por qué no hacemos un viaje a Valencia? –dijo Bruno –La semana que viene son las Fallas –Ada y yo nos miramos sorprendidos. Pero al final, aceptamos la propuesta.
Compramos unos billetes de avión y llegamos a Manises el sábado siguiente por la mañana. Antes de instalarnos en el hotel tuvimos que hacer cola en recepción. La elegante entrada, cuya moqueta amortiguaba el estruendo de las maletas que venían de la calle, estaba repleta de chicos esperando para hacer el check-in. Pensamos que era por las Fallas, claro, pero enseguida nos dimos cuenta de que había, al menos, tres despedidas de soltero.
Durante la mañana hicimos algunas visitas turísticas. El IVAM, el Barrio del Carmen, las Torres de Serrano. Por la tarde descansamos en la moderna habitación triple. Y antes de cenar, Ada y yo fuimos a la sauna. Después nos sentamos con Bruno junto a la pared de cristal del restaurante del hotel.
–¡Estás embobado! –dijo Ada con un chasquido de dedos que sacó a Bruno de su ensoñación.
–Mirad esas luces, ahora todas son rojas. Los semáforos y los pilotos de los coches. Un mar eléctrico de luces rojas. Están quietas pero parece que saltan –dijo Bruno.
–¿Por qué no has venido a la sauna con nosotros? –pregunté.
–Tenía que ver a alguien –contestó Bruno.
En ese momento un grupo de chicos entró al salón. Excepto uno, vestido con levita azul y peluca blanca, todos llevaban la misma camiseta negra. Iban algo borrachos.
–Disculpadme –dijo Bruno antes de levantarse y salir del restaurante. El chico de la levita azul fue tras él.
–¿De qué vas disfrazado? –preguntó Bruno.
–De la Bestia –dijo el chico.
–¿Por qué haces esto, Carlos? –dijo Bruno.
–No insistas, Bruno. Olvídalo todo. Está decidido.
–Aún puedes cancelar la boda.
–Imposible. Mis padres ni se imaginan lo nuestro, sería una locura –dijo Carlos.
–¡Pero tú no quieres a esa chica! ¿Vivirás toda la vida engañado? –dijo Bruno lanzándose a los brazos de Carlos y besándolo con desesperación.
–Deja, Bruno, por favor, no deberías estar aquí.
La puerta del restaurante se abrió.
–Estamos pidiendo. ¿Qué vas a tomar? –preguntó alguien.
–¡Ya voy! –dijo Carlos –Espero que lo entiendas. Lo siento. De verdad que lo siento.
Fue lo último que le oyó decir. Una disculpa. Bruno bebió y bailó con desconocidos toda la noche. Carlos, que había estado bebiendo y esnifando coca casi hasta el amanecer, dejó la suite donde sus compañeros se divertían con varias strippers. Fue a su habitación. Estaba mareado. Tenía ganas de vomitar. Se quitó los zapatos. Abrió la ventana. Se subió al alféizar. Ahora o nunca.
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